lunes, 20 de diciembre de 2010

Relatos.

I
Tenia 5 años cuando me entere que nunca podría ser como las demás. Una distancia
incomprensible entre ellas y yo se hizo patente. No sabía jugar, sólo lograba un interés en esa
atractiva y encantadora profundidad de las letras impresas en un libro, enciclopedia u hoja
suelta. Tal como si en su abismo se escondiera una caótica fuerza imposible de resistir.
De modo que, después de cada clase, me metía bajo la cama de mi abuelo. La madera de
la casa llena de polvo me quitaba el aliento, oprimía mi garganta, un estado de molestia
me debatía entre la porfía de tal incomodidad o salir a refrescarme junto al aire limpio del
campo. Insistí en la porfía. Logre así llegar a una caja que antes había sido de licores baratos,
escondida casi al medio del catre, donde las telarañas, calcetines impares y calzoncillos del
abuelo adornaban ese oscuro paisaje. Al interior de la caja un montón de revistas con chicas
no sólo desnudas, sino dispuestas. Mujeres dispuestas al goce, entregadas al disfrute de sus
cuerpos, mujeres entregadas a ser tomadas por cualquiera. Junto a estas imágenes las letras,
las oscuras e irrespirables letras. También entregadas a ser tomadas por cualquiera y es así
que las tome. Nunca estuvieron prohibidas, ni cerradas como las blusas o las piernas de las
otras mujeres. Siempre estuvieron abiertas, húmedas, provocando en mí un salvaje deseo de
poseerlas hasta ya quedar exhausta, jadeante y con más ganas.

II
18 años. Primavera. Sola en casa. lujuriosamente sola en casa. 31 años. Primavera. Sola
en casa. Con una soledad perversa a cuesta. Con 18 años iba rosando el tobillo en mi sexo,
dando movimiento y calor a mi frió cuerpo. Quitándome la continua marcha de la respiración
hasta quedar cerca de la muerte. Irrespirable y con los ojos ya marchitos. A los 31, sostenía
con mis manos el miembro de E; vigoroso, pujante, endurecido, fuerte y robusto. De E, no
sabía siquiera su segundo nombre, pero reconocía el sabor de su pene entre mis labios.
Su sabor era suave y fresco, como el jugo que contenían algunas flores silvestres que
iban trepando sobre alguna reja de casa de campo. Lo sacaba de la punta de su sexo con
mi lengua, lo rozaba con mucha calma. Lo tomaba impregnándolo en mi lengua y así iba
introduciéndolo en mi boca, repartiendo su sabor entre mis dientes. sacaba mis labios y una
vez más lo cubría hasta sentirlo cerca de mi garganta, hasta allá llegaba su jugo, su dulce jugo
que me enloquecía.